El próximo virus es el miedo
By Tono Riesco
Mi impotencia viene por el miedo a la enfermedad que ha arraigado tan hondo. La resignación con la que aceptamos cada medida liberticida digna de una distopía futurista
Por Inés Ballesteros Gutiérrez
Me siento impotente. No por el virus: a ese le perdí el miedo hace varios confinamientos. Tampoco por la crisis económica mundial: a esa sí que nos enfrentaremos todos juntos y no como con esta historia con eslogan de los tres mosqueteros que nos han vendido los últimos meses. Mi impotencia viene por el miedo a la enfermedad que se ha arraigado en todos nosotros tan hondo y sin que nos hayamos dado cuenta. La resignación con la que aceptamos cada nueva medida liberticida es digna de cualquier distopía futurista poblada de autómatas sin capacidad crítica.
Siento más enfado que pena al ver cómo queremos proteger la naturaleza pero rechazamos algo tan natural e inherente al ser humano como es la enfermedad. Nacer, crecer, enfermar y morir. No necesariamente en ese orden y no necesariamente siendo una sucesión de causa efecto, pero sí siendo acontecimientos inevitables de la propia existencia. Un virus que no se ha llevado ni al 1% de la población de nuestro país ha logrado que permitamos que se coarten nuestras libertades cada día que pasa. Hemos pasado a ceder el control absoluto de nuestras vidas, cuando lo único absoluto aquí es que todos, incluso aquellos que están aún por nacer, hemos de enfermar. Quien es diagnosticado de cáncer tiene tres opciones: enferma y sana, enferma y empeora su calidad de vida, o enferma y muere. Aplíquese a quien tiene un fallo cardíaco, una patología congénita, predisposición genética, un órgano trasplantado o hasta la mismísima gripe. No sé en qué momento hemos pasado de dominar aspectos que requieren de la más fina inteligencia y el control técnico del entorno a necesitar que vuelvan a explicarnos como a niños que descubren el mundo por primera vez que la enfermedad y la muerte están ahí.
Un comité de expertos fantasma
Lo que abruma ahora es el inminente colapso sanitario, y con razón, pero hasta cierto punto. Si somos coherentes con la situación y con nosotros mismos, volvamos a echar la vista atrás a todas esas veces que, como digo, todos hemos enfermado. Piensen en la gripe que los dejó tiritando en la cama. La cama de su casa. Fue un mal trago de una semana. En su casa. En aquella ocasión, podrían haber fallecido y, si no fue ese año, en los venideros. Una vez pasada la pesadilla, vida normal y una experiencia más. Nadie pensaba entonces en contagiar a los demás. En 2014, vi a una clase de 25 alumnos quedar reducida a 10 porque a ninguno se le ocurrió guardar cuarentena. Y con razón. Y normal.
Hemos permanecido en casa dirigidos por un comité de expertos fantasma durante cuatro meses. Se hizo lo que se creyó que había que hacer por aquel entonces y ya no hay vacuna que nos devuelva ese tiempo. No hay autoritarismo disfrazado de nueva normalidad que merezca ser bien recibido en nuestras vidas, porque aún tenemos reciente saber distinguir lo que era vivir libres de lo que no. Ahora, terminado el tiempo para esconderse, toca aceptar que el covid-19 no ha desaparecido, pero que nuestra forma de vida y nuestras libertades están a punto de hacerlo. Y encima en vano.